La industria, por suerte, ha evolucionado para dejar atrás los repetidos mantras con los que crecimos los primeros jugadores. Contra todo pronóstico, las “maquinitas” no han frito nuestro cerebro, no nos hemos convertido en drogadictos o delincuentes y, ¡oh sorpresa!, tampoco hemos sentido la necesidad de comprar un arma para dar salida a la violencia interior. Con esto no se pretende negar los casos, que los hay, donde cualquier consumo en exceso se convierte en un problema para el jugador, su familia y entorno; pero, siendo críticos, habría que examinar a fondo la realidad social, cultural y personal de cada caso para culpar a un videojuego sobre el comportamiento de una persona.
Lo anterior viene como preludio a lo que podría ser, en el futuro, una causa de alarma social: la Organización Mundial de la Salud ha decidido que, tras más de 20 años sin revisar su Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE), incluirá el trastorno por videojuegos (Game Disorder) en su decimoprimera edición, sin distinciones sobre si el videojuego es en línea o no.
Introducido dentro del apartado de trastornos debidos al comportamiento adictivo y con idéntico redactado que el relacionado con la ludopatía, se requiere de un patrón que implique falta de control sobre el juego (frecuencia, duración, intensidad, etcétera), prioridad creciente hacia el juego en detrimento de otros intereses y actividades diarias y, por último, una continuación o escalada de tiempo jugando a pesar de ser consciente de sus consecuencias negativas. Estos criterios están supeditados a un deterioro significativo en áreas como la personal, educativa, ocupacional o familiar, siempre y cuando el comportamiento disfuncional supere los 12 meses de duración (aunque podrá reducirse si la sintomatología es grave).
Las voces discordantes no han tardado en aparecer, alegando que la base científica del concepto es muy baja; que la cantidad de falsos positivos entre niños y adolescentes puede ser alarmante, y, en definitiva, que no existe un consenso científico sobre la sintomatología y la evaluación del juego patológico que requiera de su inclusión en la clasificación.
Dejando de lado ciertas matizaciones, es una buena noticia que la comunidad científica preste atención a los videojuegos, pues, al fin y al cabo, lo podemos encontrar en cada uno de los aparatos electrónicos que nos rodean. Pero cuidado, porque una interpretación de la norma en sentido estricto puede ser más perjudicial que beneficioso. Estar enganchado a Battlefield durante meses no es incompatible con llevar una vida saludable; tener un clan en ‘Call of Duty’ no te convierte en adicto (en el peor de los casos en “Campero”); y, por supuesto, echarle horas a un videojuego para ser el mejor entre tu círculo de amigos no lleva a nadie, por sí solo, hacia el camino de la amargura. Ante todo, sentido común, por favor